Por qué siempre hay espacio para el postre
Pasa siempre en Navidad. Comemos de todo, incluso vamos a la mesa a llenar dos o tres meses nuestros platos, y a pesar de creer que estamos llenos siempre tenemos lugar para el postre. ¿Cómo es esto posible a pesar de haber comido tanto? Existe una razón científica para eso.
Aquellos que luchan a diario por adelgazar y gozar de una buena salud, deben saber que no es solamente la gula y la avaricia la que provoca el deseo irrefrenable por comernos un flan o unas natillas como final perfecto a una comida. Según la ciencia, la idea de que tenemos un «segundo estómago» puede ser una realidad. Seguro que te suena esta sensación tan común y piensas que, simplemente, eres un goloso. Resulta que no, porque esta particularidad tiene un nombre: saciedad sensorial específica.
En pocas palabras, significa que cuanto más comes de un alimento, menos te gusta, lo que te conduce a la impresión de estar lleno. Sin embargo, solo estás satisfecho con ese sabor o textura particular. Con otros nuevos no funciona.
«La disminución del placer que obtenemos de los alimentos es específica de las comidas que has estado tomando repetidamente», explica a ‘The Daily Mail’ Barbara Rolls, profesora de ciencias nutricionales de la UniversidadPenn State (EEUU), que ha estado investigando sobre el tema durante 40 años. «Entonces, si bien puedes perder el apetito por ese plato que tomas habitualmente, una comida diferente seguirá siendo atractiva. Por eso siempre tienes espacio para el postre», añade.
Si estás acostumbrado a tomar algo a diario, tu cerebro puede aburrirse porque le resulta repetitivo. Es entonces cuando pensamos en la posibilidad de experimentar un nuevo sabor, provocando que nuestro órgano cree en nosotros una especie de necesidad por pedir postre. La profesora Rolls ha demostrado, basándose en un estudio del año 1920, que la comida no solo se vuelve menos sabrosa a medida que nos la tomamos, sino que también se ve, huele y siente menos atractiva. Y esto nos anima a probar algo diferente.
Los experimentos llevados a cabo por la Universidad de Oxford mostraron que las células en los centros de recompensa del cerebro, que producen sensaciones de placer, responden menos a un alimento a medida que se come. Sin embargo, si se prueba con otro plato diferente, las células vuelven a responder completamente.
Además, cuando aprendemos a asociar las propiedades gratificantes de los alimentos, en particular de los que tienen alto contenido en azúcar, con olores, imágenes y comportamientos específicos, el recuerdo de esa sensación se activa y se comienza a desear. Esto desencadena no solo respuestas psicológicas sino fisiológicas, como la salivación. A veces, incluso nuestro estado de ánimo (las personas suelen explicar que tienen menos autocontrol si están de mal humor o cansados) puede convertirse en el detonante.